sábado, 21 de febrero de 2009

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Hace poco más de un siglo de aquella tarde en la que aquel caminante solitario de las cimas nevadas de Sils-Maria platicaba con su sombra, y tras reconsiderar una vez más el enigma original de la tragedia como aquel mirador privilegiado donde aparece frente a los hombres su propio acontecer, proponía exultante: “Anticipémonos un siglo con la mirada, supongamos el caso de que tuviera éxito el atentado del arte contra dos milenios de antinaturaleza y denigración del hombre. Aquel nuevo partido que toma en sus manos la mayor de todas las tareas, cultivar la humanidad de cara a un estadio superior, incluida la aniquilación sin contemplaciones de todo lo degenerado y parasitario: si así fuera, habría hecho posible de nuevo aquel exceso de vida en la tierra que constituiría el punto de partida para el surgimiento del estado dionisiaco.”

Hay que aceptar, no sin horror trágico, que cumplido el siglo de tan entrañable suposición premonitoria, lo que ha sucedido es casi exactamente lo contrario. El atentado del arte a favor de aquel exceso de vida dionisiaco ha fracasado y ha triunfado el atentado contra la soberanía espiritual del arte convertido en mercancía. No fue aniquilada la degeneración, ni extirpado lo parasitario. En cambio, la destrucción del mundo ya no es sólo una metáfora; apenas se sobrevive a la superproducción industrial de basura. Este ha sido el siglo de la desintegración, no sólo del átomo, sino de todo lo que es. La realidad es devorada por la virtualidad y la persona es engullida par la masa. La humanidad no fue elevada por el arte a un estadio superior. Lo humano languidece en la miseria de un sin sentido.

Por aquellos mismos días, hace cien años, posiblemente otra tarde semejante a la de Nietzsche en los Alpes, oculto en una cabaña perdida entre las nieves inconmensurables de Finlandia, Stanislavski meditaba ante el incierto porvenir del arte y se preguntaba por esa extraña relación entre la vida y el teatro; concentrado en el eje de su propia condición artística se proponía también encontrar un punto de partida que orientara el futuro de lo que se empeñaba en formular como arte del actor, y más precisamente se preguntaba por los impulsos inconscientes de la creatividad actoral. Y tal vez a nosotros, después de estos cien años, nos convendría pensar que en realidad, ambos de modo diverso pensaban en lo mismo.

Porque aquellos que según esa manera incesante de preguntar se plantean: cómo hago yo mis pensamientos y qué hacen de mí mis pensamientos, se convierten irremisiblemente en dramaturgos del pensamiento, tanto como en pensadores de ese devenir humano que todavía llamamos teatro y que es un incesante pensar ese enigma que todavía llamamos acontecer humano. Porque quien reflexiona sobre la condición del actor, en realidad reflexiona sobre la condición humana en un sentido radical: el del ser humano en tanto persona. Lo que es ya decir peligroso en estos tiempos difíciles para la subjetividad.

Como el atrevimiento de una mirada que se asoma más allá del velo multicolor del arte hacia el horrendo abismo de la vida, es el enigma que vincula el concepto sobre el actor al concepto del hombre como persona. Y más que ninguna otra cosa, a la flecha cruel con que Apolo pierde a los hombres en el equívoco, se parece el vuelo de la pregunta que atraviesa la más responsable historia de la reflexión sobre el teatro: ¿Qué hace aquel que actúa en la escena que lo hace llegar a ser aquel otro que no era y que apenas es, un instante después deja serlo, cada vez?


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lunes, 9 de febrero de 2009

en 18:14 Etiquetas: , Publicado por Cacao 0 comentarios

miércoles, 4 de febrero de 2009

en 10:54 Etiquetas: , Publicado por Cacao 0 comentarios


Harold Pinter, actor y dramaturgo, representando el monólogo de Samuel Beckett "Krapp's Last Tape" en el Royal Court Theater en Londres.


El anciano se levantó dolorosamente al mismo tiempo que terminó la obra. El aplauso se fue constituyendo lentamente a partir de una sola palmada de manos hasta un tumulto. Harold Pinter, dramaturgo y actor, debilitado por los años y por la enfermedad, acababa de representar "Krapp's Last Tape" de su amigo y colega premio Nobel Samuel Beckett.

"Es más allá que actuar", dijo Gillian Hanna, una actriz de la audiencia en la parte alta del Royal Court's Jerwood Theater el martes por la noche. "Hay algo en reunirse en esta pieza particular y en esta actuación que me llevó a otro lado."

Ese lugar, dijo ella, con un desconsuelo que podía esperarse, fue "una estepa helada" o un apocalipsis.


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