martes, 28 de abril de 2009

en 23:19 Etiquetas: , Publicado por Cacao 0 comentarios



«una sensación de quemadura ácida en los miembros, músculos retorcidos e incendiados, el sentimiento de ser un vidrio frágil, un miedo, una retracción ante el movimiento y el ruido. Un inconsciente desarreglo al andar, en los gestos, en los movimientos. Una voluntad tendida en perpetuidad para los más simples gestos,
la renuncia al gesto simple,
una fatiga sorprendente y central, una suerte de fatiga aspirante. Los movimientos a rehacer, una suerte de fatiga mortal, de fatiga espiritual en la más simple función muscular, el gesto de tomar, de prenderse in-
conscientemente a cualquier cosa,
sostenida por una voluntad aplicada.
Una fatiga de principio del mundo, la sensación de estar cargando el cuerpo, un sentimiento de increíble fragilidad, que se transforma en rompiente dolor,
un estado de entorpecimiento doloroso, de entorpecimiento localizado en la piel, que no prohíbe ningún movimiento, pero que cambia el sentimiento interno de un miembro, y a la simple posición vertical le otorga el premio de un esfuerzo victorioso.
Localizado probablemente en la piel, pero sentido como la supresión radical de un miembro y presentando al cerebro sólo imágenes de miembros filiformes y algodonosos, lejanas imágenes de miembros nunca en su sitio. La suerte de ruptura interna de la correspondencia de todos los nervios.
Un vértigo en movimiento, una especie de caída obliqua acompañando cualquier esfuerzo, una coagulación de calor que encierra toda la extensión del cráneo, o se rompe a pedazos, placas de calor nunca quietas.
Una exacerbación dolorosa del cráneo, una cortante presión de los nervios, la nuca empeñada en sufrir, las sienes que se cristalizan o se petrifican, una cabeza hollada por caballos.
Ahora tendría que hablar de la descorporización de la realidad, de esa especie de ruptura aplicada, que parece multiplicarse ella misma entre las cosas y el sentimiento que producen en nuestro espíritu, el sitio que se toman.
Esta clasificación instantánea de las cosas en las células del espíritu, existen no tanto como un orden lógico, sino como un orden sentimental, afectivo.
(que ya no se hace):
las cosas no tienen ya olor, no tienen sexo. Pero su orden lógico a veces se rompe por su falta de aliento afectivo. Las palabras se pudren en el llamado inconsciente del cerebro, todas las palabras por no importar qué operación mental, y sobre todo aquellas que tocan los resortes más habituales, los más activos del espíritu».

Antonin Artaud: El Pesa-Nervios. Trad. M. Barnatán. Madrid: Visor.

Lectura recomendada: Las Voces de Artaud (Jacques Derrida) »»»

viernes, 24 de abril de 2009

en 23:06 Etiquetas: , Publicado por Cacao 0 comentarios

martes, 21 de abril de 2009

en 21:29 Etiquetas: , Publicado por Cacao 0 comentarios



«'¿Es correcto enseñar teatro?' Te habría contestado que no lo sé, porque el teatro es un oficio peligroso... En el sentido que tiene que ver con la enfermedad. Es un oficio que posee componentes de carácter patológico, en el que la enfermedad, paradójicamente, no sólo existe y tal vez no se pueda eliminar, sino que ni siquiera se pueden hacer intentos razonables por extirparla. En cierto sentido, es una enfermedad que necesita buscar su empeoramiento. Tal vez podríamos establecer un vago paralelismo entre la enseñanza del teatro y la medicina homeopática. Es decir, no hay que comprimir ni reprimir el mal porque es la razón de ser del oficio, el componente más secreto del talento, sino que habría que tratar de convivir con ese mal, desarrollarlo, llevarlo a una total expresión. Como la peste de la que habla Artaud. Para buscar no una cura en el sentido estricto de la palabra, sino por lo menos una conclusión del mal que puede llegar a producir algo naturalmente de carácter expresivo, artístico.

[...] Basta con remontarse a sus mismos orígenes. Sabemos, aunque sólo sea con cierta aproximación por la ausencia de documentos sobre el tema, que una de las matrices del teatro, de la representación teatral, es la religiosa, la ritual. Hablo del famoso momento en el que, en la ejecución de un rito de carácter colectivo, se separa físicamente del coro un sumo sacerdote que inicia, primero con el coro y luego consigo mismo y con otros, ese diálogo conflictivo que luego se convierte en teatro, en el sentido de todo su existencia.

[...] Hechicero, chamán. Ahora el personaje del hechicero, del chamán (se percibe de forma intuitiva, de oído) sugiere de inmediato esa dimensión patalógica a la que me refería antes. Por lo que sabemos, por lo que nos dicen los etnólogos, ¿qué era ese hechicero en la sociedad primitiva? Un individuo dotado de virtudes especiales, simuladas o verdaderas, eso no tiene importancia. Un individuo al que se le atribuía una función especial, activa, que le permitía sobrevivir en el seno de la comunidad, encontrar en ella su sitio, su utilidad y su función social. Probablemente sus cualidades activas iban acompañadas de ciertas carencias y de ciertas habilidades, incluso en el plano físico, en el plano, precisamente, de la salud. Enfermedades especiales, recurrentes, como la locura. La locura, por ejemplo, es una enfermedad que suele asociarse con frecuencia a la figura no sólo del hechicero, sino también diría yo del vidente, del parapsicólogo, de cuantos actúan en un campo que no es del todo atribuible al comportamiento de la vida normal. La epilepsia, por ejemplo, la ceguera. No es casual que muchos personajes dramáticos, figuras videntes, empezando por Tiresias, se vean afectados por algunas de estas enfermedades específicas. El hechicero es el antepasado más probable del actor, incluso desde un punto de vista técnico, diría yo. Es el oficiante, el sacerdote, el intérprete de la voz divina, y luego será el actor poeta de las primeras formas dramáticas. En cualquier caso es un sendero que conduce al misterio, a una incógnita que no es extensible, que debe de mostrarse en cada caso a través del rito».


Vittorio Gassman: Sobre el Teatro. Conversación con Luciano Lucignani. Trad. C. Filipetto. Barcelona: Acantilado. 2003.